lunes, 29 de noviembre de 2010

Capítulo 7. La noria.

Y ahí estoy yo. 12 y media de la mañana en el muelle de Santa Mónica. El muy... no me había dicho a qué hora quedaríamos. Me estaba cansando de esperar, llevaba 2 horas y si no aparecía iría yo misma a por él. No me hubiese molestado en ir, pero su encuentro me dio qué pensar. Realmente necesitaba el dinero y no quería trabajar en tugurios sucios y malolientes, asique me presenté allí. Él no. Me dirigí a la noria del muelle. Me encantaba ver a los niños con sus grandes sonrisas que irradiaban felicidad. De repente me vino el recuerdo de un momento que no sabía que había vivido.
Miro a la derecha y ahí estoy yo con unos seis años, agarrada a la mano de un hombre alto y moreno extrañamente familiar. Aún sin recordar su cara sé que es mi padre. Tiene esos ojos verdes que siempre me dijeron que heredé de él y esa sonrisa amable de Max. Yo le miro con una sonrisa capaz de iluminar la ciudad, mientras doy saltos y le tiro del brazo. Me giro para saludar a unas persona un poco apartadas de la multitud. Una jonvencísima y alegre mamá y un niño pequeño a su vera que, por las fotos antigüas de casa reconozco como Max. La cola avanza y llega mi turno de subir a la noria. Me subo de un salto haciendo balancearse el asiento mientras papá me ayuda a colocar la barra de seguridad sobre nosotros. La noria empieza a girar y yo voy viendo como cada vez me alejo más y más del suelo. No tengo miedo. Sé que ahí está papá para agarrarme, formando una doble barrera de protección a mi alrededor. Pobre niña inocente. Llegamos suavemente a lo más alto. Me siento libre por primera vez en mi corta vida. Tengo la sensación de que si estiro un dedo, puedo tocar el cielo y acariciar las nubes. Estiro el brazo intentando hacer realidad mi absurda ilusión. Sólo consigo agarrar aire. Sin embargo, no me desanimo. Mi padre me ayudará a tocar el cielo con un dedo. Me giro hacia abajo y sonrío a mamá y a Max que me miran sonrientes. Y empieza de nuevo el descenso. Esa sonrisa que sólo las niñas pequeñas pueden poner es mi última visión.
Vuelvo a estar en el muelle de Santa Mónica pero con diecisiete años. La sensación de libertad es muy diferente ahora.
Y pronto empiezan las preguntas...¿cuándo he estado yo en Santa Mónica antes? ¿Mi padre? Ni siquiera le recordaba...Y mi madre. Tan joven, tan alegre...¿dónde ha quedado todo eso? Viéndola ahí comprendí porqué mi padre y el imbécil se enamoraron de ella. Era verdaderamente guapa, una belleza que los años y los acontecimientos se habían encargado de borrar. Vuelvo a rememorar la cara de ese hombre al que ya no puedo llamar padre. Cada vez con más asco le recuerdo. Maldita sea, ¿cómo pudo hacernos eso? Le quería de verdad, tenía tantísima fe puesta en él...Me decepcionó. Ni una nota nos dejó cuando nos abandonó. Ni una maldita carta, una dirección o un número de teléfono. Demasiado para él. Yo sólo tenía cinco años cuando nos dejó y no podía comprender lo qe había sucedido. Pensé que volvería al caer la noche, cuando me desperté y no había vuelto pensé que volvería a la hora de comer, tampoco. Max, en sus dulces siete añitos y con esa inteligencia suya, ya lo había entendido todo y me abrazaba con fuerza repitiéndome que él nunca me abandonaría. Al fin lo comprendí. No iba a volver, y supongo que mi felicidad tampoco. Empecé a portarme peor que nunca, rompía cosas cuando nadie me veía, supongo que para desquitarme con algo. Mis notas empeoraron y a los catorce años empecé a beber y fumar, a salir hasta el día siguiente, a desobedecer órdenes, y a provocar mis expulsiones del colegio. Extrañamente todo esto sólo aumentaba mi satisfacción vacía. Y así he acabado.
Le doy la espalda a la noria, ya no me hacen feliz esas pequeñas caras sonrientes, y me topó contra algo. Levanto la cabeza y me encuentro a Christian.
-¿Y ahora llegas?- pregunto con incredulidad.
Me contesta con una deslumbrante sonrisa a la que no tengo nada que objetar.
-Asique has decidido trabajar conmigo...-medita en voz alta.
-Bueno, todavía no lo he decidido.
-Claro que sí, sino no estarías aquí.
Maldita sea.
-De acuerdo, ¿qué haremos?
-De momento, ¿por qué no me dices tu nombre?
-Bianca.
-Bianca...- dice saboreando mi nombre.-¿italiano?
-Mi abuela era italiana- digo encogiéndome de hombros.- Y el tuyo es Christian ¿no?
-¿Cómo lo sabes?- dice elevando una ceja. No parece realmente sorprendido. Parece una de esas personas a las que es difícil sorprender.
-Oí a tu novia llamarte la otra noche así, en la discoteca.
-¿Mi novia?- Ahora parece divertido.
-Sí, la rubia de la minifalda.- ¿No se acordaba de su novia? - te fuiste en taxi con ella, ¿recuerdas?
Suelta una carcajada que le hace parecer aún más atractivo
-No es mi novia, sólo...una chica.-Y se encoje de hombros.-¿Por qué no vienes a mi hotel y empezamos las clases?- dice todavía con un atisbo de sonrisa burlona en el rostro. Me encojo de hombros y le sigo hacia donde quiera que me esté llevando.

No hay comentarios:

Publicar un comentario