viernes, 4 de marzo de 2011

Capítulo 28. Nada es eterno.

Llevo dos semanas en el hospital sin separarme de papá.
-Prométeme que no te irás- le susurro entre lágrimas cuando duerme.
Todo ha ocurrido a una velocidad vertiginosa. Tengo la sensación de estar viviendo una pesadilla. Una pesadilla demasiado real. Quiero despertar y sonreir, pensando que vivo con mi padre en Santa Mónica y no hay ningún tipo de cáncer que se lo esté llevando poco a poco. Pero uno no puede despertarse de la realidad.
Le observo mientras duerme, con un nudo en el estómago, imaginándome cuanto debe de estar sufriendo. Le han dado unos sedantes hace unas horas y mi mano está entumecida de agarrarle tan fuerte la mano. Pero tengo la sensación de que si no le agarro se irá y no podré hacer nada para recuperarlo. Lloro todas las noches mientras duermo en el sofá de su habitación del hospital, preguntándome qué pasará ahora.
Tengo miedo. Por primera vez en mi vida tengo miedo de algo y no es solo que me asusten los hospitales, es algo más profundo. Algo desgarrador que se está comiendo mis entrañas poco a poco. Tengo miedo al pensar que tendré que fingir que todo sigue como antes. Volveré al instituto y a mi casa de siempre, volveré con Meredith y no me hablaré con Amy. Y dejaré atrás a Christian. Cierro los ojos ante tal pensamiento y lo quito de mi mente. Christian vino todos los días con Billy a verme al hospital. Se quedó mucho rato conmigo y fue de gran ayuda. Billy y Max congeniaron al instante, ya que Billy quería ser abogado como en una película que había visto hace poco, y se enteró de que Max iba a serlo. Se le quedó mirando con la boca abierta y mucha admiración y le pidió que le contase como era.
Ver los ojos azules de Christian cada día me consoló más de lo que llegaré jamás a admitir. Sueño con él casi cada noche y me despierto diciéndome que no le puedo dejar atrás. Luego me vuelvo a repetir que no puedo ligar su vida a la mía y me duermo entre más lágrimas pensando en que mi vida se ha ido al traste por completo. Pero, ¿acaso en algún momento estuvo bien? Sólo cuando hasta los cinco años y ya ni siquiera me acuerdo. A lo mejor debería hacerme a la idea de que mi vida es, y seguirá siendo una mierda.
Un suave ronquido a mi lado me llama la atención, como si me reprochase mi estado pesimista. Es de noche y Max duerme en una posición incómoda en la silla al lado de papá. Tirita un poco y se retuerce en la silla, tapándose con los brazos. Cojo mi manta y se la echo por encima con suavidad para no despertarle. Me pregunto como le irá en Harvard, si estará contento con los profesores y se sentirá motivado. Puedo imaginármelo andando por los jardines de la universidad, con los libros en una mano y su sempiterna sonrisa en la boca. Con el pelo castaño despeinado y sin darse cuenta. Es el mejor de su clase, seguro. Siempre he envidiado su entusiasmo por todo, incluso aunque fuese una partida de canicas. Y su generosidad y empatía. Todo de lo que yo carezco lo tiene él. Odio más cosas de las que me gustan y mi nivel moral está muy por debajo de lo que debería, pero sigo teniendo una conciencia que me avisa de lo que está más por debajo aún que mi moral. Soy solitaria y vivía en una continua fiesta.
-Bianca...-susurra Max.
-Estoy despierta- le susurro a mi vez. Se acerca y se sienta a mi lado en el sofá, tapándonos a ambos con la manta.
-¿Cómo estás?-me pregunta suavemente. Me encojo de hombros. ¿Qué puedo decir? Mal. Fatal, incluso. Me pasa el brazo por los hombros y apoyo la cabeza en su hombro.
-Papá me dijo porqué había elegido Santa Mónica. Dice que tiene su mejor recuerdo en esta ciudad- me explica. Asiento mientras lloro en silencio. La luz en la habitación es tenue y solo se oye el pitido que producen los latidos del corazón de mi padre, pasos tenues en el pasillo y nuestras voces., así que espero que no me oiga llorar. Pero como ya dije, a Max no se le escapa ni una.
-Todo va a ir bien, Bianca- me dice acariciándome el brazo. No, nada va a ir bien. Todo se está derrumbando. La esperanza es lo último que se pierde y fue lo primero que hice. Las ganas de vivir, el deseo de soñar, quedaron en un baúl cerrado y lleno de polvo en el fondo de mi ser. Polvo gris, cenizo, que lucía antaño con un brillo solar que murió con mi despertar, cuando me di cuenta de que las apariencias engañan y la vida no es color rosa. Mis lágrimas dejaron de bañar la almohada, pero mis sonrisas siguen sin iluminar los días. Para vivir hay que creer en hadas y es quizá por eso que me siento muerta por dentro, porque ninguna me devolverá mi vida. Y la luna... La luna sigue colgando del gran techo, dibujando caminos en el mar. Caminos que jamás seguí por falta de valor. Hace tiempo que me prometí no volver atrás, que la vida continua y la tengo que moldear. Me empeñé en jugarme mis días y mis noches. Pero esa promesa la deseché noches atrás, desterrándola debajo de la cama, escondida por si algún día se le ocurre recordarme lo que perdí. Que me perdí. Tenía el camino justo enfrente y decidí desviarme. A veces me pregunto si la elección fue mala, al fin y al cabo, me ha traido aquí. Pero ahora nadie me guía, ni siquiera estoy sola. Por no estar conmigo no estoy ni yo.

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