viernes, 18 de marzo de 2011

Capítulo 33. Adiós Santa Mónica.

Y aquí estamos, una semana después del funeral, metiendo las maletas en el coche. Meredith se fue después del funeral, y Christian y Billy irán a Malibú en un par de días.
Mamá ha venido a recogernos a Max y a mí en coche, y los nuevos propietarios de la casa de mi padre no vendrán hasta mañana, pero nosotros ya no estaremos aquí. Desde el coche veo la noria de Santa Mónica mientras la dejamos atrás y una lágrima resbala por mi mejilla. Veo las rocas de la playa pero no alcanzo a ver la cueva de Christian. Aún así, sé que está ahí y que la echaré de menos.
El sol brilla en lo alto y me pregunto como puede hacerlo en un día así. Debería llover a cántaros para acompañarme en mi depresivo estado de ánimo. Rezo porque llueva, pero el sol sigue ahí, riéndose de mí. Me doy por vencida y aparto la mirada del cristal.
«Nunca». ¿Cómo una palabra puede tener un significado tan amplio? Pienso en lo que verdaderamente significa: jamás. Un nudo se me forma en la garganta y mi estómago desaparece para dejar un frio hueco. Y me asusto. Me asusto del paso del tiempo. Imparable, inexorable. Pensar en que nunca volveré a ver a mi padre. Cuando quiera enseñarle algo no podré. Cuando me casé no estará. No volveré a hablar con él. Y me dan ganas de rebelarme contra el tiempo. Ojalá pudiese controlarlo. Hacerlo ir más lento en los buenos momentos y más rápido en las situaciones difíciles.
Aprieto el colgante de mariposa en mi puño, dejándome la marca de su forma en la palma de la mano. Ruego por mi padre, porque sea feliz dondequiera que esté. Si realmente existe la reencarnación, seguro que es el mejor animal de todos. Rezo por que sea cierto lo que dijo el sacerdote en su funeral y ahora esté en un lugar mejor. Suelto el colgante e intento distraerme para que se afloje el nudo de mi garganta.
Me coloco los cascos en las orejas y le doy al play. Por un instante casi puedo sentir que esto no me está pasando a mí, que solo es un videoclip triste que acabará con la última nota de la canción. Pero sí que me está pasando a mí. Y aunque pueda evadirme por unos instantes, la realidad sigue estando ahí, al acecho.
Supongo que la clave no está en dejarlo todo atrás y fingir que no ha existido, o en intentar olvidarlo cada día. Ni siquiera está en abandonarse al sufrimiento para pasar el resto de tu vida lamentándote. A lo mejor, sencillamente, consiste en aprender a vivir con el dolor. Saber que está ahí y sentirlo como una parte de ti. Porque sin él nunca hubieses llegado a ser quien eres.
El iPod cambia de canción y empieza Bon Jovi y "Where do you go". Las notas se deslizan por mis oidos y llenan mi mundo. Cierro los ojos y me concentro en las sensaciones que me trae esta canción. Adrenalina, emoción, libertad, sarcasmo, la imagen de unos ojos azules... Una sonrisa. La mía. La misma que se está formando en mis labios en estos mismos instantes, reemplazando las lágrimas.
Ya no me identifico con esta canción, pero me sigue recordando una etapa de mi vida que nunca olvidaré. Ahora sé que tengo una casa a la que volver. La misma a la que me dirijo en estos momentos. En realidad, tengo dos. La de mi antigua y recuperada vida, y Santa Mónica. En las dos tengo recuerdos buenos y malos, y aunque me lo ofreciesen, jamás desecharía ninguno de ellos, incluso los peores. Porque sin los malos momentos no existirían los buenos, y sin los buenos tampoco los malos.
Dos horas después llegamos a casa. El cap... Henry, nos espera en la puerta con una sonrisa. En otro momento me hubiese resultado asquerosa, pero en estos instantes la encuentro alentadora, alegre. Le devuelvo la sonrisa y voy a darle un abrazo. Creo que es la primera vez que me acerco a menos de dos metros de él. Pero no dice nada y comprendo que está feliz de que por fin le haya aceptado. Me devuelve el abrazo. Si hace feliz a mi madre, ¿cómo va a ser malo? Podríamos ser buenos amigos. Pero jamás será mi padre, por mucho que me gustase. Me entristezco ante esta idea.
Entramos al salón y veo de nuevo mi foto en los marcos. Me es extrañamente desconocida y familiar al mismo tiempo, la niña que sonrie desde los cuadros. Sé que soy yo, pero no puedo creer lo mucho que he cambiado. En los marcos tengo una sonrisa nostálgica, triste, como si me faltara algo. Algo que he recuperado en Santa Mónica.
Siento mi casa como si nunca me hubiese ido. Segura, limpia, acogedora.
-Max, Bianca...- comienza mi madre. Yo me he apartado de Henry y ahora están los dos agarrados de la mano. Tiene un tono cauteloso que me hace dudar. ¿Qué sucede? Me fijo en que Henry le aprieta la mano, como infundiéndola valor. Se miran y mi madre respira hondo.- Tendríamos que hablar.
Nos sentamos en el sofá. Mamá y Henry en un lado, y Max y yo enfrente. Nos intercambiamos una mirada interrogante.
-Díselo ya, Melissa- le dice Henry. ¿Que nos diga qué?
-Dentro de seis meses habrá otro miembro más en la familia- dice acariciándose la tripa. Oh. Está embarazada. ¿De Henry? Sí. Él la mira satisfecho. Me levanto y voy a darles un abrazo, seguida por Max.
-Seguro que es niño. Le enseñaré a jugar al béisbol- predice Max con entusiasmo.
-¿Qué dices? Seguro que es niña. Me la llevaré conmigo de compras- le digo. Nos enzarzamos en una pelea de broma por una niña que todavía no ha nacido. Va a ser niña, seguro.
Y lo fue.

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