sábado, 29 de enero de 2011

Capítulo 18. Hospital.

-¿Sigue sin abrir los ojos?- pregunto desde la puerta de la habitación del hospital. Mi madre niega con la cabeza lentamente. La miro a los ojos y veo que está cansada. Parece un zombi recién salido de una película de terror. Tiene los ojos rojos de tanto llorar y la piel de una palidez extrema, parece haber envejecido diez años en las últimas diez horas. Seguramente yo esté igual, con el pelo revuelto de tanto frotármelo y el rímel corrido por las lágrimas. Debo parecer el vivo retrato de un payaso tristón. Hace unos días eso me habría hecho reir, sin embargo ahora dudo que vuelva a sonreir siquiera.
-Me bajo a la cafetería a por una tila, tengo los nervios de punta- dice mi madre después de quince minutos. Yo asiento y me quedo en el marco de la puerta. ¿Por qué le tiene que pasar esto a papá? Está sufriendo, lo veo. Cierro los ojos y me froto las sienes cansada.
-Bianca...- dice débilmente una voz grave. Papá ha abierto esos preciosos ojos verdes, y ahora los fija en mí. Me muevo corriendo para ir a su lado.
-Papá, ¿qué tal te encuentras?
Suelta un quejido como contestación.
-He tenido días mejores.
-No lo dudo.
Cuando pude volver en mí después de la llamada de mi madre, me dirigí corriendo al hospital, desobedenciéndola como en los viejos tiempos. Al llegar mi madre estaba llorando, y cuando me vió fue corriendo a abrazarme. Por encima de su hombro pude ver a un hombre moreno con los ojos cerrados y un tubo de plástico que le proporcionaba oxígeno. El cielo se me cayó encima. Mis ojos se inundaron, desbordando y empapándole el hombro a mi madre. Como único sonido de fondo, el pitido uniforme de la máquina que estaba conectada a su corazón.
Papá había sufrido un mareo, desmayándose a continuación. Mi madre, histérica, había llamado a una ambulancia sin demora, según me había contado ella misma. Sin ninguna duda eso significaba que el cáncer estaba empezando a chuparle la vida, después de esperar 12 años.
-No te preocupes- susurra mi padre debilmente, cogiendo con el dedo una lágrima que resbala por mi mejilla.- En unos días, dos como mucho, volveré a casa y podremos vivir juntos.
-¿Durante cuánto tiempo, papá?- murmuro. Él compone un gesto de dolor, cerrando los ojos con fuerza.
-Hasta que el cielo quiera.
Me acaricia la cara con un dedo mientras yo sigo llorando.
Mi madre aparece en ese momento por la puerta y suelta un grito de alegría mientras corre hacia mi padre. Siento que debo dejarles solos y me escabullo por la puerta sin hacer ruido.
Los pasillos, blancos, frios, están llenos de enfermeras que van de un lado a otro con paso frenético. Nunca me gustaron los hospitales. Cuando los veia en las peliculas, con esos enfermos llendo de un lado a otro acompañados con una barra que les conectaba a la vida, me parecía tan irreal... Como una pesadilla que jamás se haría realidad. A los 7 años me operaron de apendicitis, y me di cuenta de que cualquier pesadilla se puede hacer realidad. Obligada a mirar siempre esas cuatro paredes inmaculadas, que me hacían sentir en un manicomio acabé pensando que realmente me había vuelto loca.
Desde entonces he evitado los hospitales con todas mis ganas. La última vez que estuve en uno fue por el nacimiento de mi prima, hace años, y aún sabiendo que era un acontecimiento feliz no podía evitar mirar a todas partes, oprimida y angustiada. Estos lugares llenos de vida y muerte, tristeza y alegría... Un escalofrío me recorre toda la espalda, sugiriéndome que deje de pensar. Sin darme cuenta he acabado en la cafetería, donde veo un montón de caras que se contrastan entre sí. Caras ojerosas, que sujetan el café con la mano temblorosa por la preocupación. Caras sonrientes, que miran fotos del recién nacido y rien recordando como movía sus diminutos bracitos. Yo pertenezco a la primera clase, a la clase de los sueños rotos y las ilusiones despedidas.
Sin fuerzas para comer nada, me siento en una silla y me cubro con los brazos, pensando que a lo mejor así me puedo proteger del sufrimiento que ha acometido a esta pobre gente. Pensando que así podré olvidar todo lo que ha ocurrido en estos últimos 12 años y volver a esa noria del muelle... Si ahora mismo me ofreciesen cumplirme un deseo, lo único que pediría sería volver a mis 5 años y que papá jamás tuviese cáncer. Así podría llevar la vida que nunca tuve, con amigos de verdad, una familia de verdad... yo misma sería verdad. Y sin embargo, ¿qué vida sería la mia de no haber conocido a Christian? Quizás de no haberle conocido jamás hubiese conocido el amor, ni el desengaño, ni hubiese aprendido a robar. Aunque me lo niegue a cada instante, los momentos que he pasado al lado de Christian los guardaré toda mi vida bajo llave. Como un cofre de oro, una herida que jamás cicatrizará. Y será doloroso, lo sé, pero nadie dijo que fuese fácil enamorarse.
Dan las diez y media en el reloj de la pared de la cafetería. Llevo ´cinco horas aquí y siento que han transcurrido años. Poco a poco mi cabeza cae hacia un lado y mis ojos se cierran cansados, al final las emociones han podido conmigo. Tapada con mis brazos, caigo en un ligero sopor, interrumpido por mi madre que ha bajado a buscarme. Todavía como en un sueño, me dirijo a la habitación a ver a papá, que se ha quedado dormido. Y rota, pienso en la paz que transmite papá con los ojos cerrados y el gesto sereno. Él tiene toda la tranquilidad de la que yo carezco, y me pregunto que haré cuando ya no esté aquí transmitiéndome su paz. Otro escalofrío.

No hay comentarios:

Publicar un comentario